El capitalismo ha conducido al mundo a un callejón sin salida, una matanza cotidiana y un suicidio global que amenaza la supervivencia misma del planeta: una realidad que, además, solo puede ser gestionada por la dictadura imperial de grandes corporaciones económicas, un imperio frente al que no pueden nada los parlamentos nacionales. Es el fracaso definitivo de las aspiraciones políticas de la Ilustración.
Esta impotencia de la legítima instancia política ha convertido a nuestras asambleas legislativas, supuestamente soberanas, en un espectáculo basura en el que solo discuten los que están básicamente de acuerdo en que hay ciertas cosas que no pueden ser discutidas: todas aquellas que dependen o que afectan a la economía. Mientras los parlamentarios buscan temas sobre los que discutir (las células madre o la lucha contra el terrorismo), los ministros de economía declaran no sin cierto cinismo que hacen la política “que hay que hacer”, pues, en efecto, la economía capitalista tiene sus reglas, sus necesidades y sus razones, aunque éstas no suelen coincidir con las razones y necesidades de las personas.
Ahora bien, por paradójico que resulte, esta impotencia desde lo político es otra de las poderosas palancas del “pensamiento único” y una de las mejores coartadas de nuestra tranquilidad de conciencia democrática. Es, junto con la superfluidad del derecho, el otro gran ingrediente de la “ilusión ciudadana” y del “fascismo democrático”. Pues, en efecto ahí donde el poder político es impotente y reconoce su impotencia ¿por qué no ser especialmente cuidadoso y respetuoso con la división de poderes? Así pues, las democracias occidentales están especialmente orgullosas de la división de poderes, pues saben que ahí radica la esencia misma del Estado de Derecho anhelado por todas las aspiraciones ilustradas. Sin embargo, el secreto de tanto orgullo reside en la más absoluta indigencia. Porque no tiene ningún mérito dividir un poder político que no puede hacer nada frente a la tiranía de un poder económico que circula incontrolado al margen de los parlamentos nacionales.
¡Lo que sí que tendría mérito es una división política del poder político! Pero esto supondría, como mínimo, una intervención política de primera magnitud en las entrañas mismas de la actividad económica. A la postre sería inevitable una politización de la economía que, inevitablemente, desembocaría en estatalizaciones y nacionalizaciones como las defendidas antaño por los partidos comunistas. Pero los amos del mundo no van a consentir que los comunistas empiecen a dar lecciones sobre lo que es la división de poderes. Es, por supuesto, mucho más elegante y mucho menos arriesgado dividir el poder ahí donde éste es superfluo o impotente.
Vivimos en una sociedad hasta tal punto chantajeada e hipotecada por sus estructuras económicas que el margen de actuación de la política es, probablemente, uno de los más irrisorios que haya conocido la historia de la humanidad. Se trata, sin duda, de la paradoja más abismal de la sociedad moderna, pues, al mismo tiempo, la sociedad moderna es la única que se ha querido a sí misma constituida por medios políticos.
Ya vimos que la Ilustración había hecho suya una vieja aspiración socrática o platónica: la de constituir una sociedad a partir de la argumentación y la contraargumentación, es decir, a partir de la razón. Tal cosa empezó a parecer posible con el triunfo moderno del programa ilustrado, gracias al hallazgo de la división de poderes. Es la idea misma de una asamblea constituyente, la idea de una sociedad constituida por medios políticos. Lo que no se advertía es que lo que la política conquistaba por un lado, el mercado lo robaba por el otro. Mientras se entronizaban los derechos del hombre como referente político fundamental, el capitalismo proletarizaba a la población.
Mientras se decretaba la libertad absoluta del hombre y la “muerte de todos los dioses” anunciando una república en la que la política sería todopoderosa (como antes lo fueran la religión o la tradición), el mundo se había convertido ya en un mercado en el que no se podía utilizar la libertad más que para comprar o vender; y la mayor parte de la población no tenía otra cosa que vender más que “su propio pellejo”. La era de la política murió en el momento mismo de nacer.
Nada puede dar una idea más amarga de la impotencia de lo político bajo condiciones capitalistas de producción que el hecho de que las reivindicaciones de ATTAC (Acción por una Tasa Tobin de Ayuda a los Ciudadanos) hayan podido ser consideradas utópicas. En el mundo de la globalización, la relación entre el capital productivo y el capital financiero se calcula de una a diez. Las consecuencias de esta burbuja financiera son imprevisibles. Lo que ATTAC viene defendiendo es de un sentido común abrumador: gravar con un porcentaje mínimo las transacciones de capital puramente especulativas y decidir por medios políticos legitimados qué hacer con el montante económico resultante. Bastaría un porcentaje ridículo para superar sobradamente el volumen que se obtendría con el famoso 0,7 de los impuestos ciudadanos. Y, además, como es sabido, el inventor de la famosa “Tasa Tobin” tampoco fue un enloquecido izquierdista, sino un economista convencional empeñado en aminorar los riesgos de la imprevisible “burbuja financiera” sobre la que reposa el mundo de la globalización. Nada más sensato y nada-por lo visto-más utópico: ¡pretender gravar con un 0,1 por ciento de política el libre curso de las actividades económicas!
Bajo condiciones capitalistas, la acción parlamentaria está encorsetada en una verdadera camisa de fuerza. La tradición marxista, por tanto, no diagnosticó bien el problema cuando, demasiado a menudo, cargó las tintas contra el parlamentarismo, como si éste pudiera tener algo de malo por sí mismo. El parlamentarismo puede ser un sistema de lo más razonable, más razonable que muchos otros, un procedimiento para que la instancia política pueda gobernar, en lugar de dictatorialmente, mediante una consulta más o menos frecuente de las razones de los ciudadanos. Se puede siempre discutir sobre los límites de la representatividad, sobre la revocabilidad de los representantes o sobre el sistema de su elección. Pero los problemas del parlamentarismo siempre tienen una solución constitucional, mientras que los del capitalismo no. El sistema económico capitalista no funciona con los mismos criterios que los hombres que viven bajo él y que discuten sus razones y motivos en el parlamento. El capitalismo es un sistema en el que, por ejemplo, la sobreproducción de riqueza (algo que siempre fue para el hombre un motivo de fiesta) supone una falta de mercado y una amenaza de crisis. UN sistema en el que el progreso tecnológico no acorta la jornada laboral, sino que la alarga y la precariza. Un sistema en el que la posibilidad humana de descansar se transforma en el desastre del paro. En el que la guerra, la peor de las calamidades para el ser humano, es el mejor estimulante económico. En el que la producción de armamento supone la más pesada carga para los hombres y el mejor negocio para la economía. En el que a la dilapidación sistemática de recursos y riqueza se le llama consumo y estimulación de la demanda, y a la destrucción del planeta, crecimiento. Bajo condiciones capitalistas, todo aquello que para los seres humanos es un problema, resulta que para la economía es una solución. Y lo que para ellos es una solución, para la economía es un problema.
Eso explica que, bajo semejantes condiciones económicas, en las que los hombres y las mujeres dependen a vida o muerte de las razones del capital, sea tan difícil saber lo que es o no es razonable. Y explica también que el parlamentarismo burgués parezca siempre una monumental estafa. Pero la estafa no es el parlamentarismo. No es una estafa que los ciudadanos razonen para elegir a sus representantes y que estos razonen en el parlamento, argumentando unos y otros sobre las razones de la ciudadanía a la que representan. Lo que sí es una estafa es hacer todo bajo unas condiciones que, mientras tanto, tienen sus propias razones, unas razones que, casualmente, suelen mostrarse contrarias a las que la ciudadanía encuentra más razonables. Y, en realidad, hace ya mucho tiempo que la ciudadanía es perfectamente consciente de que no merece la pena empecinarse en aportar argumentos cuando los argumentos de la economía tendrán siempre la última palabra. Este es el verdadero motivo por el que la democracia representativa es tan poco participativa y no, como a veces se pretende, porque haya ninguna oposición real entre “representación” y “participación”. Si no hay “participación” y ni siquiera hay verdadero interés por la acción parlamentaria representativa es porque los ciudadanos se han acostumbrado ya hace mucho tiempo a que el parlamento esté secuestrado por el ministerio de economía y éste, a su vez, por los intereses de las grandes corporaciones económicas. Los ciudadanos saben perfectamente que no se les llama a votar para consultar sus razones, sino para hacerles entrar en razón. Y por eso votan a los políticos como quien elige a un psiquiatra. Hay siempre algo terapéutico en la acción parlamentaria: se trata de convencer a la ciudadanía de que la única manera de defender sus propios intereses es defender los intereses de la economía, pues, al fin y al cabo, se depende de ella a vida o muerte. De este modo, lo mejor que puede hacer la clase obrera en su favor es apretarse el cinturón a favor de la patronal. Por eso, los sindicatos europeos se han convertido en los órganos a través de los cuales los obreros proponen a la patronal trabajar más y más barato intentando así impedir que las empresas se “deslocalicen” y les dejen, sencillamente, en el paro.
En unas condiciones en las que los intereses empresariales, por muy demenciales y suicidas que sean, tienen por entero la sartén por el mango, es absurdo dejarse fascinar por el juego del intercambio de razones en el parlamento. Pero no debemos suponer que el juego asambleario de la “democracia participativa” sería en esas condiciones menor impotente y patético.
La izquierda lleva ya algún tiempo cayendo en una trampa muy burda cuando opone la “democracia participativa” a la “democracia representativa”. Hay quien piensa, en efecto, que se acaba de descubrir la piedra filosofal, el antídoto contra todos los vicios de la democracia burguesa. Pero se trata de un grave malentendido. Lo que tiene de malo nuestros sistemas parlamentarios no es que sean parlamentarios sino que no es verdad en absoluto que sean sistemas parlamentarios. Son, mucho más esencialmente, dictaduras económicas encubiertas bajo la fachada del parlamentarismo.
Bajo el totalitarismo económico del sistema capitalista, el margen político de la ciudadanía (no así el de las grandes corporaciones económicas) es insignificante, tanto en su forma parlamentaria como en su forma participativa. Las dos cosas cumplen, en realidad, su papel. El parlamentarismo, haciendo de fachada legitimadora institucional. La participación, extenuándose asamblea tras asamblea, hasta estrellarse contra el curso irremisible de los acontecimientos económicos. Finalmente, la verdadera oposición sigue siendo, pues, mucho más clásica: socialismo o barbarie.
Ahora bien, una cosa son los malentendidos de la izquierda y otra cosa el cinismo generalizado con el que se desenvuelven ideológicamente nuestros políticos y nuestros intelectuales mediáticos. El cinismo y los sofismas con los que se celebra a diario la farsa parlamentaria como si se tratase del gran hallazgo de la civilización ilustrada, tiene que ser denunciado con toda contundencia. Pero también con buenos argumentos, porque la farsa en cuestión resulta en realidad muy convincente, y no solo por una cuestión de marketing. En verdad, ahí donde la política no tiene ninguna posibilidad de intervenir en los asuntos humano, las posibilidades del espejismo de la “ilusión ciudadana” se vuelven infinitas. Ahí donde la política es impotente, ¿por qué no conceder el margen más amplio del mundo a las libertades políticas? Ahí donde, por ejemplo, para lograr hacerte oír en el espacio ciudadano hace falta tener un millón de euros, ¿por qué no decretar la libertad de expresión más absoluta pata todos los que no tengan un millón de euros? ¿Cuántos Polancos en paro hay en España esperando a que la libertad de expresión les monte un periódico o una cadena de televisión? Mientras tanto, ¿para qué instituir la censura ahí donde los dueños del imperio mediático pueden contratar o despedir a quien deseen? En realidad, resulta escandaloso que durante décadas tantos intelectuales e historiadores se tragaran el mito de la ausencia de censura en el llamado “mundo libre”, sin que ni por un momento se llegara a reparar en el hecho tan obvio de que todos aquellos periodistas a los que habría que censurar estaban, al igual que lo están ahora, en el paro.
En una sociedad que no está edificada mediante la palabra ni por medios políticos sino mediante muchos euros y por medios económicos, la libertad, por muy absoluta que se pretenda, no tiene capacidad para liberar nada. En esas condiciones, ¿por qué no decretar la libertad de reunión, la libertad de asociación, el pluripartidismo y todo cuanto se quiera imaginar en el plano político? En las democracias occidentales, se dice, no hay presos políticos. Este es otro anzuelo en el que picaron los intelectuales de todo el siglo XX, y lo hicieron con entusiasmo. No se advertía, lo mismo que no parece advertirse ahora, que nada tiene de asombroso que no haya presos políticos en un mundo en el que el poder no circula por cauces políticos. El mérito sería, para nosotros, que no hubiera presos comunes, presos por delitos económicos, puesto que el poder circula por cauces económicos (incluso sería ya bastante mérito que llegaran a pagarse de verdad los delitos económicos de los ricos, y no solo los de los pobres). El mérito sería también que no hubiera presos políticos en una sociedad que dependiera realmente de sus decisiones políticas, como ocurre, por ejemplo, en Cuba. Y en esta comparación, Cuba saldría, en realidad, bastante bien parada, sobre todo si se la compara con EE.UU. Según las organizaciones anticastristas( como, por ejemplo, la Comisión de derechos Humanos y Reconciliación Nacional) hay en Cuba alrededor de 300 presos de conciencia, aunque bien es cierto que las organizaciones de derechos Humanos más o menos independientes (como, por ejemplo, Amnistía Internacional) reducen esa cifra a entre 60 y 80 presos. Sin embargo, si miramos a EEUU, lo que nos encontramos es una población entre rejas. En efecto, en EEUU la población reclusa asciende a más de 2.000.000 de personas y más o menos uno de cada cincuenta varones Adultos está en la cárcel. El asunto es todavía más grave si se tiene en cuenta que son el triple las personas que, aunque no estén en la cárcel, tienen algún tipo de restricción penal (es decir, están sometidos a medidas cautelares como la libertad provisional o vigilada). La cosa toma además un sesgo racial y político si, desglosadas las cifras, se observa que los negros tienen aproximadamente siete veces más posibilidades de estar en la cárcel que los blancos, produciéndose de este modo una situación en la que uno de cada siete hombres negros ha estado preso en algún momento de su vida.
(Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. Educación para la Ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho. Editorial Akal. Madrid. 2007)